No quiero dejar pasar el mes de enero sin hacer una referencia, como he hecho en otras ocasiones, a la celebración de la Pascua Militar, el pasado día 6 de enero, con el siempre importante parlamento del monarca y que podéis consultar aquí, con la finalidad de relacionar ésta entrada con la anterior relacionada directamente.
Carlos III decidió mostrar su aprecio a los ejércitos por la reconquista de Menorca y ordenó a Virreyes y Capitanes Generales que el día de los Reyes Magos, manifestaran a sus subordinados su regia felicitación.
La felicitación era devuelta, hace muchos años, a Su Majestad por el General más antiguo de los Ejércitos y actualmente por el Ministro de Defensa.
El parlamento del Ministro, y no el del general más antiguo, no es inocente en términos jurídico constitucionales, pues aquel actúa conforme a las atribuciones y competencias que la Ley Orgánica de la Defensa Nacional le otorgan, bajo la autoridad del Presidente del Gobierno, como muestra de la sumisión de las Fuerzas Armadas al ordenamiento constitucional, de conformidad con lo previsto en el artículo 116 de la Constitución. Algunos han pretendido mantener aquella “tradición” del discurso del más antiguo de los mandos presentes en el acto, pero la recta interpretación de la Ley obliga al formato actual.
El artículo 62.h de la Constitución otorga el mando supremo de las Fuerzas Armadas a su majestad el Rey.
Se ha dicho hasta la saciedad por la mayor parte de constitucionalistas, que el mando del Rey como jefe supremo de las Fuerzas Armadas es meramente simbólico y necesitado de refrendo presidencial o ministerial (art. 64 CE), de manera que serían los refrendantes los verdaderos titulares, responsables en su ejercicio, del poder de mando sobre las Fuerzas Armadas.
A esta tesis mayoritaria se oponen, con razonamientos diferentes, dos constitucionalistas: Miguel Herrero de Miñón y Luis Sánchez Agesta, para los cuales el mando del Rey puede tener un contenido efectivo ligado al artículo 8º de la CE que determina las funciones de las Fuerzas Armadas.
Fernando López Ramón, catedrático de derecho administrativo de la Universidad de Zaragoza, explica que en la Constitución no se recoge el llamado “principio monárquico”, pues está fundada en el principio democrático que conforma todo el elemento interpretativo de toda la organización del Estado, sin que el principio monárquico constituya una fuente autónoma de legitimación para el ejercicio del poder.
Afirma que la aplicación específica de la teoría general del refrendo a la atribución regia del mando supremo de las Fuerzas Armadas hace también que la doctrina mayoritaria española considere que esa atribución es de carácter simbólico, representativo, honorífico, expresión de una autoridad moral.
Esta concepción tiene apoyo constitucional explícito en la atribución al Gobierno del poder de dirección de la Administración militar y de la defensa del Estado (art. 97 CE). Ese poder de dirección no se encuentra constitucionalmente limitado, de modo que comprende también el poder de mando efectivo sobre las Fuerzas Armadas.
Que el Rey sea militar en activo con el empleo de Capitán General, como así lo establece la Ley de la Carrera Militar, que en terminología castrense significa que es el más antiguo de los Ejércitos lo que se traduce en otorgar al Rey los más altos honores, deferencias, y en la obediencia de todos sus subordinados integrantes de las Fuerzas Armadas.
Pero no significa que pueda existir una conexión ejecutiva directa de las Fuerzas Armadas con la Corona, sin contar con el ejecutivo, es decir, el Gobierno, Presidente y Ministro de Defensa. De ahí la polémica días atrás en los medios sobre si el anterior JEMAD puenteó o no al ejecutivo con la entrega al Rey de un informe sobre la situación operativa de las Fuerzas Armadas, en la que no vamos a entrar. Simplemente señalamos que desde la perspectiva constitucional y de legalidad ordinaria, el acceso directo de los militares al Rey, para cuestiones como la señalada, está vedado.
Como pone de manifiesto Joaquín María Peñarrubia Iza, las funciones militares del Rey, se insertan en las que tiene en cualesquiera otros aspectos, con una sola excepción suficientemente significativa: es militar en activo y ostenta el empleo de Capitán General o, por decirlo con terminología castrense, es el más antiguo de los Ejércitos, cosa que no ocurre con respecto a la Administración. Ahora bien, el Rey carece de mando político, que corresponde al Gobierno y, lógicamente, también de mando militar o técnico, en cuanto subordinado a aquel.
Afortunadamente la vigente Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de Defensa Nacional, corrigió un elemento perturbador en la Ley anterior, que otorgaba asombrosamente al Rey la presidencia de la Junta de Defensa Nacional, es decir, con lo cual el Monarca no participaba en la dirección militar, pero sí en el órgano subordinado de asesoramiento.
En la actualidad, la presidencia del Consejo de Defensa Nacional la ostenta el Presidente del Gobierno, salvo que asista a sus reuniones de forma protocolaria el Rey.
Ignacio de Otto y Pardo, sostiene que el mando político corresponde al Gobierno y se personaliza en su Presidente y el mando técnico corresponde a los órganos propiamente militares, bajo la dirección de aquel, pero el Rey conserva no un mando efectivo, sino el que le da su propio empleo o grado militar, su superioridad conforme a la jerarquía militar.
No es poder de mando como comandante o jefe de una unidad o de un Ejército, sino en su calidad de superior, puesto que el Rey “se convierte en el primer oficial del Ejército por el simple hecho de serlo […] el Rey tiene la máxima autoridad militar, pero desprovista por completo de mando”. Por esto, añado yo, el Rey carece de potestad disciplinaria propia conforme a la Ley Orgánica de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas.
Es cierto, que la atribución al Monarca del mando supremo de las Fuerzas Armadas y su empleo militar de Capitán General, explican que durante los desgraciados hechos del 23 de febrero de 1981 las órdenes del Rey sin refrendo fueran de obligado cumplimiento y no sólo como una situación de necesidad por ausencia de quién pudiera refrendar los actos regios.
Como pone de relieve Javier García Fernández, “precisamente, la actuación del anterior Monarca durante el fracasado golpe de Estado llevó a algunos juristas a formular una exégesis expansiva de esa atribución regia, exégesis incompatible con la posición del Rey en una Monarquía parlamentaria”.
A juicio de éste mismo autor es éste un asunto que la Constitución no ha resuelto bien.
Si su artículo 97 establece que el Gobierno dirige la Administración militar y la defensa del Estado, no es fácil entender que el artículo 62.h) atribuya al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas.
En coincidencia con otros constitucionalistas, afirma que “ciertamente, ese mando no es efectivo porque el Rey no es un poder del Estado, no está sujeto a responsabilidad y sus actos han de ser refrendados por un miembro del Gobierno. Pero la proclamación constitucional es demasiado rotunda, sin matices, y puede incluso llevar a confusión”.
Coincidimos con éste autor, cuando afirma que actualmente es poco defendible que el Rey siga ostentando esa atribución. Es una proposición incierta, pues realmente no dirige las Fuerzas Armadas ni puede hacerlo quien es jurídica y políticamente irresponsable. En el derecho constitucional no es inusual el empleo de ficciones pero una cosa es la ficción en la literatura y otra en el derecho, porque en el mundo jurídico es difícil que no tenga consecuencias.
¿Qué puede aportar la ficción de un mando irreal de las Fuerzas Amadas?
Cuando se inicie la inevitable reforma constitucional esta atribución regia debe replantearse de la misma manera que la ubicación sistemática del artículo 8º CE (que describe la posición de las Fuerzas Armadas, en el Título Preliminar y determina sus misiones), como sugerimos en la entrada anterior, que ha de situarse en el título dedicado al Gobierno como órgano constitucional que efectivamente las dirige.
El Rey es el Rey de todos los españoles. No debe tener relaciones privilegiadas con ningún sector profesional o grupo social, porque la imagen de unidad que representa la Corona se resquebraja cuando el ciudadano percibe que el jefe del Estado está especialmente próximo a una parte de los funcionarios.
No prestigia a la Corona que la opinión pública perciba que el Monarca mantiene una relación especial, privilegiada, con un sector de funcionarios del Estado, cuando el Rey lo es por igual de todos los españoles.
Esa imagen puede llevar a la creencia, sin duda incierta, de que los militares tienen cierta influencia o son más escuchados que otros ciudadanos. La realidad sin duda no es esa, pero la imagen existe en la opinión pública.
Lo preferible para el propio Monarca sería que el artículo 61 de la Constitución le otorgase expresamente “de forma simbólica y no efectiva” el mando supremo de las Fuerzas Armadas, porque en democracia el mando de los Ejércitos sólo puede corresponder a quien tiene la confianza parlamentaria, el Gobierno.
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